Pues sí, también ha muerto Leonard Cohen, y uno empieza a mirar con miedo el calendario, en un vano intento de calcular si en este mes y medio que le queda a 2016 dará tiempo a que se vaya algún mito más. A lo mejor es cosa mía, pero con Cohen no he sentido esa sorpresa abrumadora, esa sensación de irrealidad que me invadió al enterarme de los fallecimientos de Bowie y de Prince: supongo que tiene que ver con la edad, esos 82 años, pero también con la esencia del personaje. A mí me gusta decir que Cohen siempre ha parecido viejo, no solo porque debutó en esto de la música ya con 33 años, sino porque sus canciones eluden escrupulosamente la liviandad juvenil. En él, de alguna manera, el niño y el anciano se aliaban y dejaban a un lado las fases intermedias, como si fuesen un trámite innecesario: Cohen era ese caballero que se retiraba del escenario con un bailoteo absurdo, como un crío alborozado y juguetón, pero también dio siempre la sensación de ser tremendamente sabio, una de esas personas que desnudaban la vida de sus adornos y la contemplaban tal cual es. En fin, parecía un tipo que, como dijo él mismo hace unas semanas, estaba preparado para morir.
Nos quedan las canciones, un repertorio tan colosal que uno no sabe ni qué tema escoger. Abajo cuelgo una de mis favoritas de siempre, Famous Blue Raincoat. Y también conservamos el recuerdo de un personaje impagable e irrepetible, siempre con su fachada seria, de gravedad casi funeraria, pero sin detener jamás esa maquinaria de fondo que lo filtraba todo a través de su humor judío. Porque Cohen, el trovador de aire depresivo, tenía muchísima gracia: «Soy optimista en secreto», se definió una vez.