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Martín Olmos Medina

Escrito en negro

Las reglas de la chusma

“-¿Quién mató al comendador?
-Fuenteovejuna, señor.”
Lope de Vega

1

Un hombre solo tiene pensamientos abstractos y se pregunta qué esconde la cara oculta de la luna. Un hombre solo se lo piensa dos veces y se inventa la filosofía. Muchos hombres juntos sudan en compañía y apestan que no hay quien pare y son comunidad si sale cara, o turba si sale cruz. Si son lo primero levantan las torres y si son lo segundo las tumban y rompen los brazos de las estatuas. La turba es caterva y es manada, es marabunta y es pelotón, y no tiene cara y campa de garulla, que es jactarse de valentón y echar el juramento. La turba es legión y es el enjambre que sale de romería y pobre de aquel que se la cruce y que no sea de la cofradía. Los mejores amigos de la turba son el vino malo y el coraje de segunda clase, que no tiene asomo de épica y consiste en abrirse la camisa para sacar el pecho de lobo y acuchillar al bulto. La turba tiene la ilusión de democracia y de Fuenteovejuna pero es plaga de langosta y deja yerma la cosecha. Su mecanismo funciona por el sistema de que cada individuo que la conforma cede la responsabilidad al que tiene al lado, que a su vez pasa el recado al siguiente y al final nadie tiene la culpa de haber roto la vajilla. Para integrar una turba te tiene que gustar el olor a corral y tirar la piedra y esconder la mano y te tiene que gustar abrevar con los ñues. La turba que sale a linchar no tiene perdón y si alguna vez tuvo razón la pierde. Cuando cae inexorable sobre un asesino execrable tiene la virtud de dignificarle porque en vez de justicia le da martirio y al final lo que palma es el concepto que tiene de sí misma la humanidad. La turba mata como en una kermés de salchichas y cerveza fría, cantando himnos de romería, y se ríe loca, como una ramera lunática, cuando cuelga a un negro de la rama de un álamo, cuando rompe las patas de los leones de la Cibeles y cuando pisa un jardín con flores.

2

El 26 de noviembre de 1933 una turba civil ejecutó su concepto de la justicia en un par de árboles del parque de Saint James, en San José, en el condado de Santa Clara, a una hora en autobús de San Francisco. Diez mil ciudadanos temerosos de Dios sacaron a dos hombres de la cárcel del condado y les colgaron por el cuello. Llevaron a sus hijos a verlo y los auparon sobre sus hombros para que no se perdiesen un ripio. Aquellos dos hombres no eran un par de ejemplos para la sociedad pero no eran mucho más indecentes que la chusma que eligió poner en marcha el tiovivo de Lynch. Los autobuses de San Francisco variaron sus trayectos para darse un garbeo por el circo y los conductores anunciaron por megafonía: suban y vengan con nosotros a San José, a las diez habrá un linchamiento. Se montaron señoras con sombrero y bocadillos como si fueran a una merienda en la casa del vicario. Thomas Harold Thurmond y John “Jack” Holmes eran dos mangantes de cuarta que quisieron dar un golpe de primera. El 9 de noviembre de 1933 secuestraron a Brooke Hart, de veintidós años, y le pidieron a su padre, un próspero comerciante de San José, un rescate de 40.000 dólares. Un secuestro exige una infraestructura que Thurmond y Holmes no tuvieron la precaución de organizar y una hora más tarde mataron al muchacho por no tener sitio donde guardarle. Ninguno de los dos había pasado de mangar en gasolineras, improvisaron sobre la marcha y en un par de días ya estaban en el trullo, confesos y preguntándose qué es lo que había salido mal. Los hermanos Marx hubiesen preparado un plan con más vías de escape. El 25 de noviembre dos cazadores de patos encontraron el cuerpo de Hart pudriéndose en la bahía, los peces le habían comido los ojos. Un año antes, América lloró el asesinato del hijo del aviador Lindbergh en otro secuestro que se torció. Las radios locales cocinaron el caldo espeso de la indignación y llamaron a la venganza, el popular se exacerbó y sacó pecho, preparó el aquelarre de hogueras y violencia, se formaron grupos de bravos con estacas y la justicia se hizo verbena. En las tascas se acabó la cerveza. La parroquia sitió la cárcel del condado, la formaban hombres, mujeres y niños que no se quisieron perder el festejo. Era domingo y no había cole. El sheriff William Emig y treinta y cinco agentes defendieron el cantón hasta donde pudieron, colocados en la disyuntiva de disparar contra los que ayer les invitaron a café. Usaron gases lacrimógenos para evitar una masacre, eligieron el mal menor, pidieron refuerzos pero la turba levantó barricadas en la carretera y el Séptimo de Caballería no llegó. Suban al autobús, chicos y chicas, habrá un linchamiento en San José. A las once de la noche la turba tumbó la puerta de la comisaría con una tubería de doscientos kilos y se cobró las piezas. Al sheriff Emig le pesaron los brazos como dos toneladas de lastre. El carcelero Howard Buffington lloró. Thomas Thurmond se cagó encima y perdió la gracia del lenguaje, Jack Holmes dijo que no era Jack Holmes. La chusma, que tenía mil brazos, le contestó: Dios sabe que lo eres. Les colgaron de dos árboles en el parque de Saint James, al lado de una estatua del presidente McKinley a la que se encaramaron los chiquillos para ver mejor. Se cantaron rimas como en una noche de feria. Después la mujeres repararon en que los cuerpos de los ahorcados estaban desnudos y alguna se desmayó, como una dama de época. Les turbó más el pajarito al aire y el culo sucio que el linchamiento. Los dos hombres permanecieron colgados durante dos horas, como los adornos de un árbol de navidad, hasta que la policía los arrió.

3

Royce Brier, redactor del San Francisco Chronicle recogió el linchamiento jugándose la cara, que se la quisieron partir. La turba se maneja en la contradicción de que no busca la intimidad sino la alegre compañía de sus elementos cohesionados pero exige la discreción de los que son ajenos a ella. A la turba perteneces o no mires, que si no te comerá. Brier envió su crónica desde la oficina de la Western Union de San José con los minutos del cierre de la edición pegados al trasero y el periódico la publicó sin alterar una coma. A la mañana siguiente triplicó la tirada y Brier ganó el Premio Pulitzer de 1934. Cuando se apagaron las hogueras nadie se acordó de la cara del hombre que tiró la primera piedra, que seguramente pertenecía a alguien que no estaba libre de pecado. El gobernador de California, el republicano James Rolph, prometió inmunidad a la chusma y nadie asumió las consecuencias. El concejo de San José pretendió borrar el oprobio ordenando talar los árboles de los ahorcados y los jardineros municipales obtuvieron sus propinas vendiendo trozos de ramas a los coleccionistas de atrocidades que quisieron llevarse un recuerdo de la noche en la que el pueblo cambió la ley por la venganza para ponerlo de adorno en el recibidor, al lado del paragüero.

Publicado originalmente en El Correo.

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Por Martín Olmos

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